Cuando
yo era niño, mi mamá compuso y me enseñó la siguiente oración, sencilla y
breve:
"Dios
mío, bendecime a mí y a todos los que me rodean, danos la salud del alma y la
salud del cuerpo, y dale paz a Colombia, a Venezuela y a Chile".
El
cubrimiento geográfico de la oración se explica porque mis abuelos vivían en
Venezuela y mis tías en Chile. Después mi papá se fué a vivir a Costa Rica, lo
cual implicó que posteriormente incluyéramos también a ese país en la oración.
Vista
así, con casi cuatro décadas de perspectiva, entiendo la influencia especial
que esa forma personal de orar tuvo sobre mí, por diferentes razones:
En
primer lugar, siempre me pareció normal que uno se dirigiera a Dios sin
necesidad de lo que, después vine a saber, se llaman "fórmulas
sacramentales". De manera tácita, se me inculcó que las "propias
palabras" son tan válidas como las oraciones oficiales, y que esas
palabras, además, pueden tener una clara funcionalidad. Que pueden
transformarse según las necesidades y las circunstancias.
En
segundo lugar, y como consecuencia de lo anterior, aprendí también a tutear a
Dios, a dirigirme a él -o a ella- de manera familiar y coloquial, como quien
dice, con el "vos" popayanejo, "hacénos un favor: bendecinos a
mí y a los que nos rodean". De allí, seguramente, surgió mi voluntad de
llegar algún día a donde Yahve, y poder decirle Yavería!
En
tercer lugar, crecí con la convicción de que hay tres cosas que no se pueden
separar: la salud del alma, la salud del cuerpo y la paz. Y de que las
"bendiciones" no son
individuales, sino colectivas. De que yo soy yo, pero además soy
"todos los que me rodean".
De
grande he venido a racionalizar, o más bien, a intelectualizar, algo que desde
niño ví siempre como natural. Los tres hilos con que, según Gramsci, se
construyen la trama y la urdimbre de la realidad de cada cual: las relaciones
con nosotros mismos, con nuestro ambiente y con nuestra comunidad.
Hoy,
quizás, le hubiera agregado a la oración, de manera explícita, "la salud
de la naturaleza", aunque también comprendo que, en cierta forma, ese es
el prerrequisito que hace posible la salud del alma y la salud del cuerpo,
porque la verdadera paz entre los seres humanos es inseparable de la paz con la
naturaleza, y la paz con la naturaleza sólo es posible en un escenario de paz
entre los seres humanos.
En
algunos talleres sobre salud y ecología, he tenido la oportunidad de formular
la siguiente pregunta que propone disyuntivas extremas: ¿Quién goza de
mejor salud, una persona que tiene su presión arterial "normal" y
unos exámenes de laboratorio que indican que clínicamente está
"perfectamente bien", pero que llega a su casa y se encuentra con la
indiferencia o el fastidio de su mujer y de sus hijos, con un ambiente
contaminado y cargado de agresividad, y con la animadversión de sus vecinos; o
una persona a quien le han diagnosticado una enfermedad terminal, pero que pasa
sus últimos días rodeada de aire puro, de paisaje grato, del amor de su casa y
del calor de su comunidad?
Por
supuesto, el estado ideal es el del que, además de estar "perfectamente
bien" en términos estrictamente clínicos, posee amor, sentido de la
existencia y calidad ambiental. Pero, después de una rápida discusión sobre
este punto ("Es preferible ser rico y alentado que pobre y tuberculoso"),
nadie duda en afirmar que el verdadero concepto de salud es algo que tiene que
ver más con el amor y con la paz, que con las radiografías, los exámenes de
laboratorio y la tensión arterial.
¿Cuántos
de los treinta y pico millones de habitantes de Colombia realmente somos sanos? ¿Cúantos de los colombianos que poseen "exámenes normales", se pueden
vanagloriar de ser células sanas, si pertenecemos a una sociedad enferma en la
que el homicidio, tan sólo en 1992, va a cobrar más de treinta mil vidas
humanas? ¿Quién puede hablar de salud individual en un planeta en el que
anualmente mueren 40 millones de personas por desnutrición, y cada minuto se
destruyen 21 hectáreas de bosques tropicales; o en un país como Colombia en el
que cada año mueren 50 mil niños antes de cumplir los cinco años por ausencia
de agua potable y otros problemas ambientales, y en el que anualmente se talan
más de seiscientas mil hectáreas de las selvas y los páramos que permiten que
tengamos aire y agua?
A
partir del momento en que nos reconocemos como la otra mitad del medio
ambiente, y de que entendemos que la piel no es la barrera que nos separa del
mundo, sino un sentido que nos une con el universo circundante y nos hace
viscerálmente conscientes de ser parte de él, comprendemos, o mejor, sentimos
también, que la salud y la enfermedad no son estados individuales sino
colectivos, al igual que la desgracia y la felicidad.
Frases
como la de que "nos duele Colombia", dejan de ser figuras retóricas
para convertirse en descripciones
literales de nuestra sensación vital. Quienes estamos vivos en el aquí y
el ahora, y además somos conscientes de estar vivos y estamos dispuestos a pagar
el precio, nos convertimos en los sentidos de la historia, en los órganos
sensoriales de esos procesos que cuando se agudizan las crisis, se nos meten en
los sueños y en las casas: de esos procesos que se vuelven nuestra
cotidianidad, y que nos duelen, físicamente, materialmente, en los músculos, en
los huesos, en las plantas desnudas de los pies cuando tocan el suelo en las
mañanas.
Pero
al mismo tiempo, mientras las sombras de la violencia, de las múltiples
violencias, parecen cubrir cada vez con mayor ensañamiento nuestro espacio y
nuestro tiempo, la vida lucha por surgir, como en la introducción de Borges al
I Ching, en cada luz, en cada hendidura, en cada grieta del encierro. En la
fisura sutil del muro de concreto en donde brotan el musgo y el helecho. En el
cable frío de alta tensión en donde se aferra a la vida una bromelia. En el
barranco ennegrecido por los exhostos de los camiones y las tractomulas, en
donde pese al hollín florecen las margaritas silvestres y el diente de león.
En
cada lugar donde las manos se juntan a subvertir contra la fatalidad. En la
grietas imperceptibles de la rigidez y del burocratismo, por donde logra
colarse como un hilo la ternura. En medio de la sordidez y de la guerra, en
donde florecen el amor y la caricia. Allí, donde descubrimos que el sentido de
la piel no sólo nos ayuda a adivinar tibiezas y texturas, sino también a
percibir esperanzas y significados. A palpar esa sensación profunda y trémula,
esa intuición de ser uno con el todo que algunos llaman Dios, y que nos sacude
cada vez que posamos los dedos sobre la nervadura de un circuito impreso o de
un ala de libélula, o cuando recorremos con las yemas o los ojos la
evanescencia casi púbica de la niebla en un bosque entre dos lomas, o los
pliegues ajustados de un bluyín sobre otra piel.
Gustavo Wilches-Chaux
Este artículo se publicó en una revista del Ministerio de Salud cuando el Ministro era Camilo González Posso (1990-1992). Acabo de reencontrarlo y creo que muchas cosas siguen vigentes hoy.
Fotos: GWCh 2014