jueves, abril 05, 2012

GAMLA STAN




Nos citamos para el 21 de Junio a las 8 de la tarde en la Gamla Stan, la ciudad vieja de Estocolmo, junto a la estatua de San Jorge y el dragón.

Ví por primera vez a Björn Gustafson dos años atrás en Colombia, en La Planada, la reserva natural que tiene la fundación FES en la vía entre Pasto y Tumaco. Gustafson era un vikingo de estatura mediana y una camisa caqui de tela de fatiga y de bolsillos grandes y con tapa, como las que usa el maestro Enrique Buenaventura. De hecho, todo él -el pelo, la barba, el morral, el cigarrillo apagado colgando del labio inferior-, le recordaba a uno al maestro Buenaventura. Se encontraba allí confirmando la localización (o más bien: la no localización) de unas plantas que a mediados de los años cuarenta habían sido enviadas al Jardín Botánico de Upsala -el Alma Mater de Linneo- y que el remitente reportaba como colectadas en la región de La Planada, seguramente para despistar a los nórdicos, porque Gustafson, que ya había estado antes en Colombia y en la zona,  sabía que esas plantas eran endémicas de otra cordillera.

Gustafson bien podría tener quince o veinte años más que yo, pero desde el primer momento nació entre los dos lo que podríamos llamar una vieja amistad a primera vista, como si nos hubiéramos conocido desde siempre. Seguramente contribuyeron a ello muchas inquietudes compartidas, entre otras un apasionado interés, en los dos más geométrico que botánico o entomológico, por los helechos y las telarañas. O su nombre -Björn- que, según me contó mientras hablábamos junto a los osos de anteojos, en sueco quiere decir “oso”, y mi certeza interior de que si yo hubiera sido otro animal habría sido oso de anteojos. En últimas, una cierta complicidad frente a la vida, y una pequeña lupa de dos lentes que yo heredé junto con el teodolito de mi abuelo, igual a una que Gustafson cargaba, según dijo, desde sus tiempos de estudiante, y que en La Planada le servía para auscultar esos detalles de las plantas que pasan ocultos a los legos.


En fin: cuando dos años después yo llegué a Suecia llamé a Gustafson (al número de teléfono que me dió en La Planada) y quedamos de vernos al día siguiente, coincidencialmente el 21 de Junio, el día del solsticio de verano y del sol de medianoche en las altas latitudes del norte, a las 8 de la tarde (que no de la noche), en la ciudad vieja de Estocolmo. Allí estaba, junto a la estatua de San Jorge y el dragón, con la camisa caqui de bolsillos grandes, como si acabara de salir de La Planada.

Después de varias cervezas y de recorrer durante casi dos horas decenas de vitrinas con una biodiversidad exuberante de objetos de vidrio de todas las formas y usos posibles e imposibles, de todos los colores imaginables y de toda clase de translucencias y texturas, una biodiversidad equivalente apenas a la de las selvas tropicales, cuando un sol de diez de la noche pintaba el cielo occidental de la Gamla Stan como en uno de nuestros atardeceres de verano, Gustafson me llevó a conocer la Marten Trotzigs Gränd, la calle más angosta de Estocolmo y seguramente la calle más angosta del mundo.  Yo entré a la Gränd con cierto desagrado y traté de recorrer la calle lo más rápidamente posible para vencer la claustrofobia, pero Gustafson caminaba adelante y se detenía a comentarme cada mancha o grieta de los muros, cada detalle minúsculo de los adoquines y las piedras del piso, de los faroles y las ventanas, de las bajantes para lluvia, como si durante años los hubiera explorado minuciosamente, uno por uno, con su lupa de botánico.

Cuando faltaban como tres metros para salir de lo que para mí era el fondo profundo de un angustioso apretadero, Gustafson se detuvo nuevamente, comprobó que estuviéramos completamente solos y se agachó junto a una loza del piso. Con la punta de la navaja, la misma que también le había visto usar en La Planada, removió una especie de argamasa de calicanto que fijaba la loza a los adoquines adyacentes y dejó al descubierto dos argollas de hierro que, pensándolo bién ahora en la distancia, no me explico cómo podían permanecer ocultas para todos cuantos recorrieran la calle mirando con un mínimo de atención hacia abajo (seguramente porque la atención del caminante se fija más en la rendija de cielo que dejan arriba las dos paredes que bordean la calle). Con el dedo índice asió una de las dos argollas y me indicó que yo halara de la otra. La loza era la tapa de una bóveda pequeña y pudimos levantarla sin mayor esfuerzo.  Yo me acordaba de una ilustración de un cuento de Aladino que me leían cuando niño, en la que un -creo- tio malvado de Aladino, lo obligaba a remover la tapa de una bóveda en el suelo para robarse un tesoro y después lo encerraba dentro del mismo agujero. (Tendría que volver a ver el libro o mirar la película de Aladino para recordar los detalles, pero me acuerdo sí de que el dibujo me producía mucho miedo).

Gustafson sacó una caja de la bóveda (curiosamente no recuerdo que tuviera ni polvo ni moho) y luego, sin mi ayuda, colocó otra vez en su sitio la loza que servía de tapa y moldeó nuevamente la argamasa para fijarla a los adoquines de los lados y disimular las argollas. Salimos de la calle por el mismo extremo por donde habíamos entrado y caminamos hasta el apartamento de Gustafson, en otro recodo oculto de la Gamla, sin decir palabra.

No pasamos de una pequeña sala, junto a la puerta de entrada. Nos sentamos en sendas sillas, como de director de cine, de madera y lona. Gustafson abrió la caja cuidadosamente y sacó un objeto redondo, como una pelota, envuelto en una especie de gamuza gruesa, amarrado con tiras delgadas de la misma gamuza. Desató con pericia, uno por uno, los nudos de las tiras (como si se tratara de un acto rutinario), removió la envoltura y dejó el objeto al descubierto: una bola de cristal, como del tamaño de una toronja grande.

Entonces me habló: alargó el brazo derecho con la bola de cristal en la mano, y la puso a contraluz frente a la ventana. Los colores del atardecer de media noche comenzaban a perderse entre las sombras. En el interior de la bola empezaron a aparecer tonalidades verdes que se fueron poco a poco como condensando en una especie de paisaje cada vez más reconocible: un bosque de niebla. ¡La Planada!


Gustafson me conversaba como si lo que estábamos viendo fuera un fenómeno absolutamente normal y cotidiano. Como si me estuviera mostrando en un computador un nuevo “refrescador de pantalla”. No me acuerdo de cómo, antes de regalármela, me lo explicó, con qué palabras exáctas, pero entendí que lo que la bola mostraba eran las imágenes compartidas y comunes que estaban en nosotros.  Que no era un objeto “de larga vista” ni un dispositivo para adivinar el futuro, sino una especie de condensador externo de nuestras propias memorias.

El hecho de tener en mi poder un objeto que mi amigo había tomado de una bóveda en la calle (lo cual a mis ojos le otorgaba carácter de bien público), producía en mí un cierto sentimiento de culpa, aunque Gustafson me insistió varias veces que él había sido y era hasta ese momento el único dueño de la bola. Aunque no me explicó porqué, entonces, lo guardaba bajo el suelo de la Gränd y no en su casa. Tampoco me quedó claro cómo la había conseguido, porque sobre eso fue notoriamente evasivo.


La bola de cristal estuvo en mi casa, en Popayán, hasta el 6 de Junio del 94.  Con el temblor de ese día se abrieron las puertas del armario en donde la guardaba, y la bola, sin la envoltura de gamuza, cayó al suelo y se rompió en mil pedazos. Aunque “rompió” y “mil” son cada uno un decir, y también “pedazos”, pues realmente la bola -cómo explicarlo-  se fragmentó en, exáctamente, 49 como canicas de cristal, cada una con una atmósfera interna diferente y además cambiante. Unas parece que muestran fragmentos de cielos azules, de atardeceres y de nubes y tempestades; otras trozos de selvas y de mares; y sospecho yo que algunas contienen fractales de arrecifes de coral y de fondos oceánicos. Por lo menos dos deben tener gotas de magma incandescente de las profundidades de La Tierra, y otro par encierran cristalizaciones de los hielos polares. Hay una que debe tener adentro quién sabe qué laberinto de refracciones, quién sabe qué nudo ciego como de fibras ópticas entrelazadas, porque rayo de luz que penetra a su interior, allí se queda. Yo me he atrevido a pensar, incluso, que se trata de una metáfora, o inclusive de un fragmento real de un agujero negro de las profundidades del espacio.

Le he escrito varias veces a Björn Gustafson, pero el correo me devuelve todas las cartas por “Dirección Inexistente”. Lo he llamado por teléfono, pero una grabación informa que el número está errado. He preguntado por él en La Planada, pero curiosamente nadie lo recuerda. Les he pedido a varios amigos suecos que me ayuden a encontrarlo, pero Björn Gustafson es un nombre absolutamente común en Estocolmo y hay varias páginas de sólo Björns Gustafsons en el directorio telefónico.

En Upsala, sin embargo, dicen no tener registro de ningún botánico con ese nombre. 

                                                                                                    Popayán, Junio 19 de 1996


Este relato forma parte de mi libro "El Universo Amarrado a la pata de la cama" publicado por Villegas Editores

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