jueves, junio 04, 2009

LUCES DEL CIELO

Este "relato verídico de ciencia ficción" forma parte de mi libro "El Universo Amarrado a la Pata de la Cama" publicado en 2004 por Villegas Editores.

- ¿Se acuerda de mí? Yo soy Mónica, la amiga de Arturo…

Le contesté que claro que sí, que me acordaba.

Me dijo que quería mostrarme una cosa que seguramente iba a interesarme. Que era urgente. Me preguntó cuándo podía venir a mi casa.

Me tomó por sorpresa. Le dije, por decir algo, que al día siguiente por la tarde.
Insistió en que era MUY URGENTE y me dijo que si podía ser esa misma tarde. Que ese día tenía pico y placa y que, si yo no tenía inconveniente, podría venir a pasarlo a mi casa.

Le contesté que claro que sí, que me acordaba.

- ¿Cómo?
- No, nada. Perdón. Te decía que claro que sí, que chévere esta misma tarde.
- A las cinco.
- Te espero.

Le di la dirección y las indicaciones para encontrarla. Colgamos.

Llegó en un taxi, como a la seis de la tarde. Me contó que el pico y placa la había cogido en plena calle y que había tenido que dejar el carro en un garaje que le habían prestado.

En la mano traía una caja de tamaño mediano, de la cual extrajo delicadamente un frasco de cristal cortado.

A esa hora mi apartamento se sume en una especie de penumbra anaranjada y, dependiendo de la época del año, las lágrimas de la lámpara de la sala, con sus formas de cuarzo, proyectan decenas de manchones de arco iris en distintos rincones y en el cielo raso.

El apartamento no es nuestro. Nos lo alquilaron con la lámpara, y no valió poder humano para que los dueños la descolgaran y se la llevaran. Al principio no nos gustaba, pero con el paso de los meses, la lámpara se fue ganando nuestro afecto, en especial por ese generoso concierto de manchones coloreados, que entre junio y agosto alcanza su mayor exhuberancia. En esos meses, literalmente, todos los habitantes de esta casa nos damos baños de arco iris sumergiéndonos en los rincones alumbrados.

El frasco estaba lleno de luciérnagas. Era abril, y en la penumbra del apartamento nada competía con el brillo que emanaba a través de sus espesas paredes translucentes de lámpara de faro.

Me acordé inmediatamente de Fray Juan de Santa Gertrudis, que en sus crónicas del siglo XVI, cuenta que en esa región que hoy conocemos como la Depresión Momposina, podía leer en plena noche su libro de rezos y meditaciones, alumbrándose únicamente con la luz de las luciérnagas.

Las paredes del frasco, que de alguna manera dialogaban con los poliedros de la lámpara, multiplicaban las luciérnagas y le servían de caja de resonancia a esa sinfonía desbordada de luciferina y de luciferasa.

La bioluminiscencia es uno de los dones que yo envidio. La poseen, entre otros, las luciérnagas, algunas algas y otros seres de esos que conforman el plancton en ciertos mares –que yo sepa- tropicales. Y claro, los peces abisales, esos bichos de monstruosa hermosura que viven en las profundidades de las fosas oceánicas.

Cuando fui a comentárselo, ella me dijo que eso ya lo había leído en mi libro “Del Suelo al Cielo (Ida y Regreso)”, y que precisamente por eso era su urgencia de mostrarme el contenido del frasco.

- ¿Tiene por ahí el libro? Por qué no lo trae - me dijo en tono amable pero perentorio, y sin esperar una respuesta de mi parte.

Ella se sabía la página del libro en donde estaba la parte que le interesaba: el juego de identificar lucecitas en el cielo, que el abuelo les enseña a Enrique, el protagonista del libro, y a sus compañeros de clase.

- Leamos-, me dijo abriendo el libro en la página 34 y señalándome el párrafo exacto.

Yo comencé a leer, picado por la curiosidad y, para ser franco, un poco envanecido. Me divertía, además, que ella me mostrara de esa manera una página de mi propio libro, como si para mí fuera algo novedoso:

Una de esas noches mi abuelo nos dijo que nos acostáramos en el suelo y que contáramos cuántos niveles de luces podíamos ver.

Al principio no entendimos, pero después nos explicó, y entonces nos dimos cuenta de que las lucecitas más cercanas que vemos, o sea las del “primer nivel” –unas “estrellitas” que se prenden y se apagan- son las luciérnagas.

Las siguientes lucecitas, las del “segundo nivel”, son de los aviones, y algunas brillan como estrellas pequeñas y otras son verdes y rojas e intermitentes. Como la mayoría de los aviones que vuelan ahora de noche son jets, uno ve pasar el avión y solamente al rato oye el sonido, como un trueno lejano.

Después, en el “tercer nivel” siguiendo el orden desde el suelo hacia el cielo, vienen las “estrellas fugaces” o aerolitos (“piedras del aire”), que son rocas de distintos tamaños –la mayoría muy pequeñas- que entran a la atmósfera terrestre atraídas por la fuerza de gravedad, y que se ven brillar por la luz y por el calor que produce la fricción con el aire. La mayor parte de los aerolitos se desintegran antes de llegar al suelo, pero ha habido casos de rocas muy grandes que dejan enormes cráteres en la superficie del planeta.

Las siguientes luces que se ven, y que parecen un avión con un solo bombillo moviéndose muy rápidamente por el cielo, pertenecen a los satélites artificiales: “cuarto nivel”. Los satélites giran alrededor de la Tierra por fuera de la atmósfera y los vemos brillar porque reflejan la luz del Sol.

En el siguiente o “quinto nivel” está la luna, pero claro, por razones obvias, a esta no la vamos a incluir en la lista de “lucecitas” que parecen estrellas.
Después, en lo que sería un “sexto nivel”, vienen los planetas (de los cuales solamente son fáciles de reconocer a simple vista Mercurio y Venus –que se llaman “planetas interiores” porque están más cerca al Sol que la Tierra-, y Marte, Júpiter y Saturno que están de la Tierra hacia afuera). Los otros planetas: Urano, Neptuno y Plutón no se reconocen a simple vista porque están muy lejos de nosotros, como tampoco los llamados asteroides, que son cuerpos más pequeños que los planetas y que también giran alrededor del Sol. Es posible que la mayoría de estos asteroides sean los restos de un planeta que alguna vez existió entre Marte y Júpiter.

Ah, bueno: en el nivel de los planetas también encontramos a los cometas, que se distinguen por su “cola” o “cabellera” cuando se acercan al Sol.

Las siguientes luces que se ven en el cielo nocturno –“séptimo nivel”- pertenecen a las estrellas verdaderas, muchas de la cuales son miles o millones de veces más grandes que nuestro Sol. Ya antes les había dicho que las distancias que nos separan de ellas son tan grandes que no se miden en kilómetros sino en años luz, o sea la distancia que recorre la luz en un año y que equivale aproximadamente a nueve y medio billones de kilómetros (9.461.000.000.000 kms). También les había dicho que la estrella más cercana a nosotros queda a 4.7 años luz de distancia y que las más lejanas dentro de nuestra misma Vía Láctea, quedan aproximadamente a cien mil años luz.

Y por último –“octavo nivel”- hacia los meses de Diciembre y Enero, si las noches están muy despejadas y si hay mucha oscuridad, en el cielo del norte, en la constelación de Andrómeda y cerca de la Constelación de Casiopea (que parece una “M” o una “W” al revés), vemos una manchita brillante pero tenue, como una huella digital en el vidrio de las gafas: es la llamada nebulosa de Andrómeda, que realmente es una galaxia con tres o cuatro veces más estrellas que nuestra Vía Láctea y que queda a dos millones de años luz de nosotros. Es decir, que la luz que nos llega a los ojos lleva dos millones de años viajando por el cosmos o, en otras palabras, que lo que vemos no es la nebulosa de Andrómeda tal y como es hoy, sino como era hace dos millones de años.

Terminé de leer y me quedé mirándola. Me parecía chévere que mi texto la hubiera animado a capturar luciérnagas, pero no entendía todavía el afán de su llamada.

- Estamos metidos en un problema grave-, me dijo con tono solemne y preocupado. – En una gran bollada.

Le había cambiado la expresión de la cara. Las luces que salían del frasco y que se reflejaban en nosotros, le añadían a la escena un aire de irrealidad y dramatismo.
No entendía por qué utilizaba el plural para referirse a ese supuesto problema que nos afectaba. Yo, que no la conocía bien, pensé que estaba tomándome el poco pelo que me queda, e intenté hacer un comentario gracioso, que cayó en el vacío. Su silencio y la forma como me miró, me hicieron sentir como un pendejo.

- ¿Tiene una lupa grande?-, me dijo. -¿Un microscopio?
- Tengo un microscopio-, le dije.- De cuando estaba chiquito.
- ¿Me lo presta?

Fui por mi microscopio, marca “Modelo”. Efectivamente, me lo regalaron mis papás cuando yo tenía por ahí diez años. Ni en ese entonces ni ahora -cuarenta años después- ese microscopio ha tenido nunca cara de “juguete”. En comparación con esos microscopios de plástico que venden en las jugueterías, el mío siempre tuvo, y sigue teniendo, pinta de “profesional”, de microscopio de verdad, como los que usan los biólogos. Y es que de hecho, su capacidad de aumento casi no tiene que envidiarles a muchos microscopios profesionales. Hacía varios años que no lo utilizaba, pero lo mantenía siempre a la mano, como si se tratara de un artefacto de primera necesidad y uso cotidiano. Lo conservo en la misma caja de madera en que venía cuando me lo regalaron.

Con una moneda retiré el tornillo que une la base a la caja, e introduje en el tubo superior uno de los oculares.

Ella, mientras tanto, le quitó la tapa al frasco e inmediatamente le cubrió la boca con la mano. Los cientos de luces que titilaban dentro del frasco parecieron agitarse.

Sobre la mesa en donde pusimos el microscopio hay una lámpara, que ella acercó y encendió para que la iluminación necesaria cayera sobre la placa.

Con la otra mano tomó unas pinzas especializadas que sacó de su bolso, retiró ligeramente la mano que cubría la boca del frasco, y por el espacio que quedó libre metió las pinzas, con las cuales atrapó, como al azar, una de las luces.

Con gesto profesional la colocó sobre la laminita de vidrio o portaobjetos que yo había puesto bajo el tambor del que se agarran los objetivos del microscopio.
Mientras con las pinzas mantenía la lucecita ligeramente presionada, enfocó el aparato y después de un momento me invitó a que mirara.

Era una luciérnaga. Con la lámpara encendida se podía observar hasta el más mínimo detalle del cuerpo del insecto. Con la lámpara apagada, sólo se veía el animal cuando titilaba.

Luego retiró la luciérnaga y la metió de nuevo al frasco, en donde el animalito comenzó a revolotear desorientado.

Sacó otra luz y la puso sobre el portaobjetos: esta vez era una mota de polvo diminuta, del color de la ceniza de un cigarrillo encendido.

- Un meteorito-, me dijo mientras yo miraba.

Lo colocó nuevamente en el frasco y sacó, una tras otra, tres o cuatro lucecitas diferentes que examinó con el microscopio, sin permitirme mirarlas.
- Más luciérnagas- dijo descartándolas.

Entonces sacó una nueva muestra, que emitía una tenue luz roja y luego una luz verde, las dos intermitentes.

- Este es el principal de nuestros problemas-, me dijo. – Aunque no el único.

Yo acerque mi ojo derecho al ocular, mientras cerraba el izquierdo. En el círculo iluminado se alcanzaba a ver una especie de crucecita metálica, en cuyos brazos una luz roja y una verde se prendían y se apagaban de manera alternada. En la punta permanecía encendida una luz blanca.

- ¿Qué es eso?-, pregunté intrigado.

A manera de respuesta, ella retomó el microscopio, hizo girar el tambor hasta que sobre la placa de vidrio quedó un objetivo con mayor aumento, enfocó y reenfocó durante un rato más o menos largo, y me dijo que mirara.

Yo la miré a ella primero e intenté descifrar la expresión preocupada de su cara.

Luego miré nuevamente a través del microscopio y por un instante no pude creer lo que veía. Abrí el ojo izquierdo y me aseguré de que no hubiera algún objeto nuevo sobre la lámina de vidrio. Con excepción de las lucecitas titilantes que brotaban de la diminuta cruz metálica, sobre la placa parecía no haber nada. La miré otra vez a ella, que me indicó con un gesto que volviera a observar a través del microscopio.

Esta vez, no tuve duda: la crucecita metálica era un avión con las luces y los motores encendidos. Sobre la lámina de vidrio se veía una estela blanca, como la que dejan los aviones a reacción cuando cruzan la atmósfera.

Muchas cosas pasaron por mi cabeza, pero no pude decir nada.

Ella se acercó al microscopio y con un nuevo giro del tambor seleccionó el objetivo de mayor aumento del aparato, y buscó en la caja del microscopio el ocular más poderoso. Después, con mano hábil, inclinó ligeramente la lámina de vidrio, de manera que se pudiera ver el avioncito de lado. Acercó la lámpara para que la luz cayera con mayor intensidad sobre la placa.

Otra vez me dijo que mirara. En el flanco del avión se veían las ventanillas encendidas y el aumento era tan grande que se alcanzaban a ver en el interior los pasajeros y los tripulantes. En las alas y en el fuselaje se distinguía con claridad un letrero con el nombre de la empresa: Air India.

- Ese es el principal de nuestros problemas-, repitió ella mientras yo miraba. –Al menos por ahora…

- ¿Qué es?-, le pregunté desconcertado.

- Un avión, por supuesto-, dije ella. –Un avión con pasajeros y aparentemente en pleno vuelo. Por alguna razón no se han dado cuenta de que están atrapados.

- ¿Y cómo llegó al frasco?- pregunté, sin creer yo mismo esas palabras que estaban saliendo de mis labios.



- Después de leer esa parte de su libro-, me dijo, -me puse en la tarea de capturar luces del cielo. Primero utilicé una malla de esas que usan los lepidopteristas para cazar sus mariposas, pero aún la más delicada que conseguí tenía los huecos demasiado grandes, y la mayoría de las luces se escapaban. Después me di cuenta de que en las ramas más altas de unos eucaliptos que crecen cerca de mi casa, había una araña que todas las noches capturaba nuevas luces en sus redes, hasta el punto de que, desde el suelo, se alcanzaba a ver en la oscuridad el brillo de la telaraña. Me las arreglé para subir hasta la copa del árbol, y allí desprendí la telaraña y luego vacié su contenido en este frasco. En las noches siguientes hice lo mismo con otras telarañas, y durante todos estos días me he dedicado a examinar, a simple vista primero, y luego con lupa y microscopio, el producto de mi obsesión recolectora. La gran mayoría de las luces, como era de esperarse, resultaron luciérnagas. Pero mientras más luces examinaba, más objetos extraños iban apareciendo: muchos meteoritos todavía incandescentes; hasta ahora dos satélites artificiales que brillan con luz propia debido a sus baterías nucleares; unos objetos que, por todos los indicios, tienen que tratarse de estrellas… y anoche esto: ¡Un avión de pasajeros!

- Pero eso no es posible-, le dije, como intentando convencerme a mí mismo de que eso que veía bajo el microscopio no era cierto. – Tiene que tratarse de otra cosa… ¿de pronto una ilusión óptica o algo parecido? Intentemos aplicarle al asunto la razón y la lógica.

- Yo tampoco creía-, dijo Mónica. –A pesar de que miraba y comprobaba una y otra vez que la telaraña había capturado un avión con pasajeros, y de que yo no comparto ese tipo de prejuicios racionales que tienen otras personas y que les impiden aventurarse por caminos inexplorados de este cosmos de muchas dimensiones, yo también me negaba a aceptar lo que veía. Pero ya lo puede comprobar usted mismo: lo que tenemos ante nuestros ojos no deja lugar para la duda. Y si todavía le faltan pruebas, mire esto que bajé de internet esta mañana.

Me pasó dos hojas de papel impresas con las noticias de CNN de esa fecha. Con un resaltador había marcado un titular en la primera página, que hablaba de la misteriosa desaparición de un avión de Air India en pleno vuelo.

En la página siguiente estaban los detalles: el avión viajaba de Frankfurt a New Delhi, cuando de pronto desapareció del radar y no volvieron a tener ni comunicación con la cabina, ni ninguna noticia sobre la suerte del vuelo.

Como hoy es obligatorio en esos casos, decía CNN que entre las posibilidades están explorando un secuestro o un atentado terrorista, pero nadie, bajo la ruta que seguía el avión, dice haber oído explosión alguna, ni han aparecido restos dispersos en el suelo, ni nada que pueda indicar que la desaparición del avión se haya debido a un misil o a una bomba.

Ni antes de la desaparición hubo reporte alguno de los pilotos que pudiera indicar que estuvieran atravesando una emergencia.

Lo último que alcanzaron a captar las torres de control, fue una conversación entre el piloto y el copiloto, sobre la insólita belleza de la noche estrellada.

Texto y Fotos: G. Wilches-Chaux ©
Villegas Editores – Bogotá 2004


Foto: Septiembre 25 de 2009