sábado, enero 15, 2022

LA NUEVA Y ÚLTIMA ARCA DEL NUEVO Y ULTIMO NOÉ

 En Julio de 1982 (8 meses antes del terremoto de Popayán de 1983) un Jurado compuesto por Jairo Anibal Niño, Fernando Soto Aparicio y Juan Gossain, le otorgó el 1er premio a este relato con el cual participé en un concurso convocado por la Dirección Nacional del SENA con motivo de los 25 años de fundación de la entidad


Pocos meses después de ser expulsado de la Asociación de Alcohólicos Anónimos por subvertir contra los más fundamentales reglamentos de esa organización no gubernamental, mi abuelo adquirió el delirium tremens. Lector infatigable de la Biblia, actividad que solamente interrumpía para dirigirse al Estanco en busca de una botella de brandy, bebida que circulaba profusamente por sus venas, lo más obvio era que el delirium tremens produjera en el padre de mi padre -o de mi madre, la verdad, nunca lo supe ni me interesó- el convencimiento de que él era el mismísimo Noé.

Por eso cuando después de treinta días con sus noches de interminable aguacero, el agua comenzó a penetrar copiosamente bajo la rendija de la puerta de calle, por las goteras que pintaban grandes ojos amarillo-verdosos en el cielorraso, y por las uniones del vidrio con el marco de la ventana, no me sorprendió que mi abuelo me anunciara que, en vista de que el aguacero no parecía con ánimos de detenerse, era necesario iniciar cuanto antes la construcción de un Arca. Me pareció sí, que el viejo estaba alcanzando el climax de su chifladura irreversible.

Del fondo de un baúl, mi abuelo rescató un rollo de papel pergamino añejo, que extendió minuciosamente sobre la cama. A pesar de la edad de los dibujos, se distinguía perfectamente la figura de una embarcación con sus medidas, e instrucciones manuscritas en los márgenes del papel. En total eran ocho los planos, aunque originalmente podrían haber sido unos diez o doce, a juzgar por la cantidad de papel molido y carcoma que quedó en el fondo del baúl, y que no se justificaba solo con las leves mordeduras que contenían los pliegos que el abuelo estudió con gran cuidado, moviendo afirmativamente la cabeza, en silencio absoluto, como recordando algo que tenía perfectamente archivado en su memoria y que simplemente conservaba allí dormido por falta de uso, pero que podría despertar apenas le fuera indispensable.

La orden de iniciar la construcción no se hizo esperar. Bajo la vigilancia del abuelo, resignado comencé a desarmar, con la ayuda de un martillo y una palanca de hierro, uno a uno todos los muebles de madera de nuestro dormitorio. Yo iba acomodando los tablones, las cuñas, los trozos de madera de todos los tamaños, mientras mi abuelo, con el martillo, enderezaba con gran maestría los clavos y puntillas que surgían como resultado del desarme.

Cuando no quedaba con vida sino la cama del viejo, le ayudé a retirar de allí los planos del Arca y a fijarlos con chinches en las paredes, lejos del alcance del agua que anegaba el piso. Al empezar a descuartizar la cama, caí en la cuenta de que llevábamos varias noches sin dormir, y de que el abuelo, en todo ese tiempo, no había tocado su botella de brandy que, llena hasta la mitad, descansaba junto con todos nuestros demás enseres y artículos retirados de los muebles de madera que habíamos reducido a su materia original, sobre los artefactos del baño o dentro de la tina.

El abuelo consideró terminada la primera parte de la obra, una vez que el último clavo quedó derecho. Tablas y trozos de madera de todos los colores, perfectamente clasificados por tamaños, cubrían el piso del cuarto, disputándose el terreno con el agua que seguía fluyendo a pesar de que, con una olla, yo vaciaba el recinto cada hora.

En ese momento me convertí en un simple ayudante del viejo, encargado de suministrarle los trozos de madera o los clavos a medida que los iba necesitando. No volvió a consultar los planos, pese a lo cual la embarcación iba creciendo ante mis ojos sorprendidos, sin que él vacilara siquiera una vez sobre la ubicación de una tabla, o sobre alguna medida.

Y comprendí por qué, cuando antes de iniciar la construcción le anuncié que iría a conseguir un serrucho, el abuelo me insistió que no sería necesario, debido a que las tablas resultantes de mi labor de desbaratar todos y cada uno de los muebles, saldrían con las medidas exactas que él iba a requerir.

El Arca era pequeña. Cabía perfectamente en el dormitorio libre de muebles. De altura no tendría más de cuatro metros, es decir, la distancia del piso al cielorraso de nuestra habitación. El abuelo me ordenó comenzar a demoler el techo con ayuda de la palanca y el martillo. Utilizando el Arca misma como andamio, en pocas horas dejé al descubierto las cañasbravas y posteriormente las teleras y las tejas. El viejo dijo que el Arca debía salir flotando por encima, por lo cual era necesario abrirle paso.

A medida que yo iba retirando las tejas, el agua iba entrando con mayor intensidad al recinto.

El abuelo y yo estábamos totalmente empapados cuando triunfalmente anuncié que la última caña y la última teja habían sido removidas del camino del Arca, que ya flotaba debido a la inundación del dormitorio.

Los objetos que habíamos colocado en el baño, todos nuestros objetos terrenales, formaban una pasta homogénea, un masacote de trapo, papel y óxido joven.

Ya era imposible permanecer sobre el piso de la habitación, pues el agua le daba al cuello. Nos instalamos en el Arca.

La cubierta se comunicaba con el interior del casco mediante una trampa de dos abras, construida con las puertas y las bisagras del que fuera el armario de mi ropa.

El interior del Arca estaba casi seco. Adentro el abuelo había construido una tarima ancha que nos serviría de cama y a todo lo largo de la embarcación, unas bancas similares a las utilizadas en los aviones militares para el transporte de tropas.

Veinte días después de que el abuelo dio la orden de comenzar la construcción del Arca, esta ya flotaba sobre el nivel superior de las paredes de nuestra vivienda. Desde la cubierta se distinguían apenas los techos de las casas vecinas y las antenas de televisión. Los demás habitantes del barrio habían sido evacuados, seguramente en los días en que yo me dedicaba a desbaratar el mobiliario. Fue entonces cuando el abuelo me ordenó permanecer en cubierta, atalayando la proximidad de un helicóptero o de un bote. "Todavía hay algunos lugares no cubiertos por el agua", me dijo. "Le quedan diez días para salir a buscarse una mujer y regresar con ella".

"¿Una mujer?" me pregunté sorprendido. Pero quizá ya había aprendido que de nada valía tratar siquiera averiguar las razones profundas de la terquedad del abuelo. Y entre sumiso y divertido, obedecí.

No fue fácil encontrar una mujer que me gustara, porque en el campamento a donde me trasladó el bote de la Cruz Roja las epidemias abundaban y la desesperación se había apoderado de hombres, niños y mujeres.

Pero la encontré. 0 mejor dicho, creo que ella sabía que yo la buscaba y simplemente salió a mi encuentro apenas yo la tuve cerca.


Hacía doscientos días y doscientas noches que no cesaba de llover. Todos los ríos habían crecido, causando el desbordamiento de lagos y represas, que a su vez se volcaron sobre campos y ciudades, destruyendo a su paso todo vestigio de construcción o de sembrado.

Nos apoderamos de un pequeño bote que flotaba a la deriva y nos enrumbamos hacia el Arca. Mi mujer era hermosa. Si, a pesar de su estado, que no era mejor que el mío ni que el de los pocos sobrevivientes de lo que fuera el campamento, seguía siendo bonita.

Cuando arribamos al Arca, ya habían desaparecido bajo el agua los techos de las casas y las antenas de televisión. Llamé al abuelo pero no hubo respuesta. Subí a cubierta y le ayudé a ella a salir del bote para entrar al Arca. Volví a llamar mientras abría la trampa para bajar al interior de la embarcación. El viejo no estaba adentro tampoco. Subí a cubierta con la esperanza de distinguir algo flotando en el horizonte; con la esperanza sin fundamento de que el viejo hubiera salido del Arca para regresar en cualquier momento. El aguacero arreciaba y tuve que entrar de nuevo al casco.

Ella había puesto a secar su ropa sobre la tarima de madera y se peinaba frente a un espejo. De verdad era una suerte haberla hallado. Me le acerqué por la espalda y la abracé. En el espejo la ví sonreír, Acaricié su pelo, que olía a flores frescas. Ella volteó la cabeza para mirarme y yo quedé entonces directamente frente al espejo. Paralizado. Como si un rayo de hielo me acabara de congelar. El espejo no reflejaba mi cara, sino la cara del abuelo. No la del viejo de quien días antes me había separado para ir en busca de una compañera, sino la del abuelo tal como aparecía en los daguerrotipos de su juventud. La cara del abuelo cuando tenía veinte o veinticinco años. Me cubrí la barba con las dos manos, gesto que el espejo reprodujo. Entonces no era el abuelo joven. Esa cara que el espejo reflejaba, era la mía. Era yo, que no me había vuelto a mirar en un espejo desde el día en que comencé a desarmar los asientos y las camas para construir un Arca. Era yo, pero también era el abuelo.

Subí con ella a cubierta. La embarcación navegaba lentamente, impulsada por el viento.


Comenzaba a oscurecer y nos pareció ver una estrella brillar en algún agujero entre las nubes negras. Una impresión, seguramente, porque aún seguía lloviendo.

Sin embargo, cuando la noche nos cubrió completamente, el aguacero comenzó a tornarse en una persistente y luego más débil llovizna, y varios punticos luminosos comenzaron, poco a poco, a tachonar la oscuridad.

Finalmente, había escampado. Sin el chasqueo de la lluvia sobre el agua, el silencio era absoluto. Hubiera podido jurar que éramos los dos únicos habitantes de la Tierra. 

F I N




martes, julio 20, 2021

Reporte de los sucesos acaecidos el 20 de Julio de 1810 en Santa Fe (hoy Bogotá)

Desde hace muchos años me sé de memoria este poema que leí por primera vez en un librito que publicó Radio Sutatenza (y que se me embolató pero que anda por ahí y cuando aparezca pongo la foto). 

Llegó a mis manos ese librito porque eran los tiempos cuando -como relato en este escrito titulado "De la Tierra y la Luna" -seguía minuciosamente cada paso de la "carrera espacial" a través de un musiquero  (nombre un poco despectivo que algunos radioaficionados les daban a los receptores caseros) en el cual sintonizaba The Voice of America, HCJB (una emisora religiosa del Ecuador) y Radio Sutatenza. Uno escribía a esas emisoras y le mandaban por correo publicaciones sobre el viaje a la Luna, y seguramente en uno de esos pedidos encargué a Radio Sutatenza el librito en mención. Así como me sé este poema, me sé también otros de ahí.

Buscando hoy el nombre del autor o de la autora para darle todos los créditos que merece, me encuentro esta nota nada menos que en la página web del Museo de la Independencia. Allí tampoco encontré el nombre de quien lo escribió, pero sí el texto del poema. Dice simplemente que fue publicado en el periódico "El Campesino" en los años 50s. (Lo transcribo aquí, pero con pequeños cambios, como yo me lo aprendí).

Según esta obra de arte, así fueron los sucesos que acontecieron en la hoy llamada "Casa del Florero":

Pues fue que un señor Morales
para atender a su gente
pidio un florero prestado
a don González Llorente.

González era tendero
de procedencia española
que se puso de grocero
y hasta le dijo "¡Mamola!".

Pero apenas había dicho
aquella y otra indecencia,
Morales se puso chicho
y empezó la efervescencia.

Morales sacó la mano
y le aseguró a Llorente
un puño tan soberano
que alcanzó a volarle un diente.
El criollo que era un machazo
no quizo dejarlo muerto
pero eso sí, del golpazo, 
le dejó el "cabildo abierto".

Unas gentes exclamaban
"¡Que viva el señor Morales!"
En tanto que otras gritaban
"¡Abajo el señor González!"

De ponto una vieja dijo
allá en medio del tierrero
"¡Mueran todos, viva mijo,
que es el dueño del florero!"
La que exclamaba tal cosa
con tanto coraje y fuego
era la señora esposa
de González, desde luego.
La gente que la escuchó
decidió darle su muenda
Y se fue y la persiguió
y le pegó en la trastienda.

Después continuó llegando
gente y gente por montones
y todos venían gritando
"¡Que mueran los chapetones!"
Algunos muy exaltados
rompían puertas y vitrinas,
y los decretos pegados
por España en las esquinas.


Y en medio de aquel enredo
exclamó de pronto alguno
"Queremos que hable Acevedo
Que hable Acevedo El Tribuno".
Y Acevedo muy contento
les dijo con elocuencia:
"No pierdan este momento,
de calor y efervescencia".

Y aunque el frío era tremendo,
Y hacía viento con furor,
el pueblo estaba sintiendo
efervescencia y calor.
Por eso se dirigieron
al Cabido con premura
y en un momento lo abrieron
para que hubiera frescura.

Por fin llegó Policía
diciendo "Tengan paciencia"
pero la gente gritaba
"¡Que viva la Independencia!"

Temblando el Virrrey se baña
se viste pronto y se peina
y huye presuroso a España
llevándose a la Virreina.
Y al escapar el Virrey
reina calma en la ciudad;
una Junta hace otra ley
Y empieza la libertad.

Después de contienda mucha
fue libre el país entero:
Colombia ganó la lucha
y España pagó el florero

lunes, septiembre 07, 2020

Sincronicidades... sobre sincronicidades

 1996 - 2020

Escribí este artículo que se publicó en el diario El Liberal de Popayán, en Junio de 1996, cuando todo lo que relato aquí estaba fresco. Y lo ilustro ahora en 2020 con fotos muy recientes de José María Arboleda, quien desde el casi cuarto de siglo transcurrido desde que recibió su telescopio, se ha consolidado como un gran astrofotógrafo de Popayán

                       Hoy Raimundo y todo el mundo

                             vamos a ir a ver el cine de los cielos

                             hoy sabremos el teléfono de Dios..."

                                                              Corazón de niño

                                                              Dueto Guardabarranco

José María Arboleda Castrillón -Chepe Arboleda- llevaba varias semanas armando su telescopio, pero, hasta ese momento, todavía no había visto nada porque le faltaban algunas piezas esenciales, pero también porque, aunque las hubiera tenido, un invierno implacable de meses había frustrado sistemáticamente toda tentativa de enfocar el telescopio hacia el cielo. Esa noche, sin embargo, las circunstancias propicias se confabularon: el telescopio había quedado listo para cumplir su objetivo (el objetivo de sus oculares y de su objetivo) y, si bien no había nada ni parecido a los cielos nocturnos de los antiguos veranos de Popayán, unos rotos aislados (pero cada vez más abundantes) en las nubes, por primera vez en muchas noches, permitían ver las estrellas.

Júpiter se encontraba alto sobre el horizonte del Este (como está hoy 6 de Septiembre de 2020 cuando trascribo este artículo) y constituía un punto de atracción obligado para la mirada. Con alguna dificultad (la mirilla de localización aún descentrada, una montura desconocida que no ayudaba a dirigir el tubo hacia dónde queríamos, un conjunto de oculares cuya función específica todavía no estaba clara...), capturamos a Júpiter con el telescopio, en cuyo campo apareció como un gran disco anaranjado, con las cuatro lunas desveladas por primera vez por Galileo --Io, Europa, Ganímedes y Calixto- orbitando sobre el plano ecuatorial del gran planeta. (Las demás lunas, entre ellas la minúscula Amaltea, no son visibles con telescopios terrestres: fueron descubiertas por las naves Voyager en su viaje hacia los confines del Sistema Solar.)

Júpiter con algunas de sus lunas

JM Arboleda, Foto de Septiembre 5, 2020

En ese entonces José María Arboleda todavía no se paseaba por las constelaciones, los cúmulos estelares y las nebulosas, con la propiedad y la certeza con que lo hace hoy. En un momento en que lo llamaron por teléfono y él fue a contestar, mi mujer y yo enfocamos a Saturno para tenérselo de regalo en el ocular del telescopio cuando regresara.

Desde una casa situada a cuatro escasas cuadras de allí, de donde estábamos aprendiendo a manejar el aparato astronómico, Francisco José de Caldas le escribía en Enero de 1799 a Madrid a su amigo don Santiago Arroyo y Valencia, describiéndole una de sus primeras visiones del cielo a través del telescopio:

La primera diligencia fue quitarle cuatro oculares que tenía; le dejé sólo una y la de menor foco y esperé la noche. Llegó ésta, y dirigí mi anteojo hacia Júpiter: le vi aumentado considerablemente, y percibí sus cuatro satélites; pero éstos a ratos desaparecían y a ratos volvían a dejarse ver, y era necesario fijar mucho la atención, y como dice Bailly, pegar el alma a la pupila. Poco satisfecho de mi telescopio, le quité la ocular del mismo anteojo que le había dejado, y le sustituí otra de un foco que sería la mitad menor y de una transparencia grande; salgo, vuelvo mi telescopio a Júpiter, ¡qué claridad ! ¡Qué determinado el limbo del planeta! Veo por primera vez las zonas oscuras de Júpiter, que sólo conocía en perspectiva, y lo que fue para mí de la mayor complacencia, vi con toda claridad y facilidad los satélites. Ya estaba algo levantado Saturno (igual que estas noches de Septiembre 2020); vuelvo a él mi anteojo, y veo primero una figura elíptica y dos gruesas manchas; me sorprendo, vuelvo el anteojo, le fijo y espero que entre en su campo Saturno; afoco el anteojo proporcional a su distancia, cuando esa figura elíptica se transforma en un anillo bien determinado, los puntos o manchas negras en espacios vacíos que hay entre el anillo y el globo de Saturno que hallé en medio. Juzgue usted cuál sería mi contento...


 Saturno
JM Arboleda, Foto de Septiembre 5, 2020

En los días del estreno del telescopio de José María Arboleda yo estaba leyendo “La Isla del Día de Antes”, la novela de Umberto Eco, que versa sobre la búsqueda de un método confiable para determinar la longitud geográfica de un punto sobre la superficie de La Tierra, es decir, para establecer el meridiano sobre el cual se encuentra situado quien realiza la observación. La latitud de un sitio, o sea su distancia a la línea ecuatorial, se determina (o se determinaba, pues para eso hoy se tienen los satélites y el GPS) por la altura de ciertas estrellas sobre el horizonte Norte de ese sitio en particular, preferiblemente, de tener acceso visual a ella, por la altura de la estrella polar. 

Así, la latitud de Popayán (dos grados y 27 minutos) indica que exactamente a esa altura en dirección Norte, se debería ver la estrella polar, si no fuera por la contaminación lumínica --los reflejos nocturnos- que producen los viveros de Piendamó y las luces de Cali. (De hecho, el doctor Albert Hartmann --quien fuera rector del Liceo Alexander von Humboldt de Popayán y lo más cercano a un sabio que yo conocía en mi adolescencia y pienso que todavía-  afirmaba que en las noches despejadas él podía ver desde Rioblanco la estrella polar. Le creo, pero me consta que hoy ya no se puede, porque yo he tratado muchas veces de verla, sin éxito, desde Amaltea, mi casa de Rioblanco junto a la de Hartmann).

La medida de la longitud, en cambio, presentaba una serie mucho mayor de dificultades, teniendo en cuenta sobre todo que, para la época en que se desarrolla la novela de Eco , no se habían inventado todavía relojes que pudieran mantener la cordura de sus péndulos a bordo de navíos en alta mar. Sin embargo, en plena “Era de los Descubrimientos”, resultaba indispensable poder determinar las longitudes geográficas de los sitios encontrados, primero para poder regresar a los mismos en viajes posteriores y, segundo, para evitar, por ejemplo, que los españoles les hicieran, sin saberlo, “descubrimientos” gratuitos a los portugueses, o viceversa.

Cuando, a raíz del estreno con Júpiter y Saturno del telescopio de José María Arboleda, me fui a buscar en el libro de las “Cartas de Caldas” la que transcribí unos párrafos atrás (una edición de 1917 que perteneció a la biblioteca de mi abuelo y que me regaló con una tierna dedicatoria mi abuelita el día que me gradué como abogado), me encontré con otra carta dirigida por Caldas también a don Santiago Arroyo (supuestamente con copia a don José Celestino Mutis, según el editor), en la cual le relata su encuentro con el Barón Alexander von Humboldt en el Ecuador :

Así que llegamos a Ibarra comí con él, y públicamente se volvió a mí y me dijo: “He visto los preciosos trabajos de usted en astronomía y geografía. Me los han enseñado en Popayán. He visto alturas correspondientes tomadas con tal precisión, que la mayor diferencia no pasa de cuatro segundos.” Después abrió sus cofres, me mostró el manuscrito de observaciones astronómicas : me hizo notar la que había hallado en Popayán con su famoso cronómetro, y luego me dijo : “el padre de usted, sin su consentimiento, me ha enseñado un libro manuscrito, en que hallé una observación de la inmersión del primer satélite de Júpiter, calculada; y da la misma longitud que mi cronómetro: lea usted.”

Invito a ver el artículo "Humboldt y Caldas: pretextos para una conversa" que gentilmente me publicó la Revista Aleph (Julio-Septiembre 2019 - Página 114) 

Se conoce, entonces, que Caldas había logrado medir con cierta precisión la longitud geográfica de Popayán (en relación con el meridiano del Observatorio Real de Cádiz, pues todavía el de Greenwich no se había elegido como meridiano de origen para efectos del sistema cartesiano de coordenadas geográficas) y la longitud y latitud de La Plata, de Neiva, de Timaná y de otros varios lugares, basándose para determinar las primeras, en las ocultaciones de las lunas de Júpiter y en la observación cuidadosa de los momentos en que comenzaban o terminaban las diferentes fases de múltiples eclipses de luna, cuyos datos para Europa conocía Caldas a través de los “almanaques” que le hacían llegar sus amigos a Popayán.


Luego de revisar esas observaciones, Humboldt (que tan escéptico se muestra sobre los popayanejos en una carta a Mutis), escribe en su diario: 

Este Mr. Caldas es un prodigio de la astronomía. Nacido en las tinieblas de Popayán, ha sabido elevarse, formarse barómetros, octantes, sectores, cuartos de círculos de madera ; mide latitudes con gnómones de 15 o 20 pies. ¡Qué habría hecho este genio en medio de un pueblo culto y qué no deberíamos esperar de él en un país en que no se necesite hacerlo todo por sí mismo!

Notas finales :

1. La primera de las “Cartas de Caldas” que figura en la mencionada edición de 1917, está fechada en La Plata el 24 de Julio de 1795, y en ella le pide a don Camilo Torres consejo para entablar pleito por el “fracaso” sufrido en el camino que conduce de Popayán a Neiva “por las laderas del río Páez”, camino que “há cosa de un año no se compone” y  donde “se me rodó la carga de baúles llena de intereses, ropas y alhajas, que aprecio todo en cuasi tres mil pesos (...) Yo no atribuyo la culpa tanto al arriero cuanto al maldito camino y al descuido del comisionado del Cabildo de Popayán para componerle...” (Otra sincronicidad: cuando escribí este artículo en 1996, Chepe Arboleda y yo trabajábamos exactamente en ese territorio al que se refiere Caldas, pues acababan de pasar dos años desde el Terremoto del Páez y ambos éramos funcionarios de la Corporación Nasa Kiwe. A esa experiencia pertenece la reflexión que hago en el artículo al que conduce, más abajo, el link de la nota #3).

2. En la misma carta en donde Caldas le describe a don Santiago Arroyo y Valencia su encuentro con Júpiter y Saturno, le expresa su preocupación por las amenazas que se ciernen sobre los jóvenes de Popayán, al tiempo que le propone: “Convengamos en que el cultivo de alguna ciencia es una barrera casi insuperable para el vicio. ¡Ojalá conocieran esto bien los padres y los ayos ! ¡Ojalá que en vez de amenazar y castigar a los niños, les hicieran tomar gusto por cualquier ramo de la física y de las ciencias exactas ! Entonces veríamos menos jóvenes viciosos, menos atolondrados y más sabios.

3. El 3 de Abril de este año de 1996, hacia el filo de las seis de la tarde, un eclipse total de luna se iba a poder ver desde Popayán, y se esperaba que también estaría visible el cometa Hyakutake. Sin embargo, la terquedad del mismo invierno que había impedido ensayar antes el telescopio de José María Arboleda, amenazaba otra vez con frustrar cualquier tentativa de observación. Resolvimos acudir, entonces, a don Roberto Andela y a otro The Wala o “médico tradicional” de Vitoncó, para que nos ayudaran a ahuyentar el aguacero y pudiéramos ver el eclipse. Les preguntamos si se le medían a ese trabajo y contestaron que sí, con la misma naturalidad con que un latonero le confirma al dueño del carro chocado su habilidad para reparar las latas abolladas. Cuando llegamos a Amaltea como a las cinco y media de la tarde, el aguacero había amainado ligeramente, pero todavía estaban escurriendo las nubes. Los “médicos” iniciaron su trabajo y al cabo de una media hora larga el cielo estaba totalmente despejado. (Nota: sobre esto escribí el artículo Diálogo de Saberes y Control del Clima en Razón pública en 2012) Coincidencia o saber y poder, lo cierto es que, por primera vez en semanas, "Raimundo y todo el mundo pudimos ver el cine de los cielos” en todo su esplendor: no sólo la luna eclipsada, como una gran pelota roja saliendo un poco al Norte del volcán Puracé, y el cometa Hyakutake cerca al horizonte nor-occidental, entre las nubes anaranjadas y el cielo verde del atardecer, sino Venus exactamente encima de las Pléyades, como un diamante engastado en una montura de brillantes (descripción que si no fuera una relación exacta de lo visto, sino una figura literaria, yo mismo habría rechazado por cursi), la nebulosa de Orión y, en general, una “oferta astronómica“ que no es fácil encontrar, a pesar de que vivimos (cuando al invierno le da la gana, que cada vez es menos) bajo el cielo privilegiado de Popayán.

Venus sobre las Pléyades, posición aparente en el Cielo a donde llega cada 8 años de manera puntual

G. Wilches-Chaux, Fotos de Abril 4 de 2020

Privilegio que, dicho sea de paso, ha ido desapareciendo a medida que la agresiva luminosidad del alumbrado de las calles ha ido desplazando “las tinieblas de Popayán” (esta vez en sentido estrictamente literal), y a medida que hemos renunciado, sin darnos cuenta y sin protestar, al derecho a la oscuridad.

                                                                                  Popayán, Junio 29 de 1996

Cometa Wise

JM Arboleda, Foto de Julio 26, 2020

                                                                             


Conjunción Marte-Luna

JM Arboleda, Foto de Septiembre 5, 2020

Galaxia Nebulosa de Andrómeda

JM Arboleda, Foto de Septiembre 2020

Nebulosa de Orión

JM Arboleda, Foto de Septiembre 2020

Las Pléyades

JM Arboleda, Septiembre 2020

Actualización del 19 de Diciembre de 2020

Abajo Júpiter con las cuatro lunas (Io, Europa, Ganimedes y Calixto) descubiertas por Galileo, y arriba Saturno con sus anillos, también vistos por primera vez por Galileo

Foto: José María Arboleda tomada desde Popayá

Invitación a ver El eclipse total de Sol del 2 de Julio de 2019


Y por AQUÍ links a otros eclipses

domingo, julio 26, 2020

IDENTIDAD CONFUNDIDA


Este relato forma parte mi libro "El Universo amarrado a la pata de la cama - Relatos verídicos de ciencia ficción", publicado en 2004 por Villegas Editores

A raíz de la pandemia que hoy está afectando a la humanidad y de la dependencia que estamos generando de las redes informáticas y de las plataformas virtuales, me pregunto con preocupación qué sucedería si el llamado Nuevo Coronavirus llegara a mutar en un virus informático capaz de infectar esas redes y los dispositivos conectados a ellas, y qué consecuencias podría tener ese salto sobre nuestra Especie Humana

Podríamos pensar que en este momento ya estamos en la fase de trasladar nuestras inteligencias, memorias, habilidades y conocimientos de esas estructuras basadas en carbono que son nuestros organismos humanos, a esas estructuras basadas en silicio que los humanos hemos creado. Ese es el tema del relato MITOLOGÍA que también forma parte de "El Universo amarrado a la pata de la cama", el cual también invito a leer



Identidad Confundida

¿Cómo se llamará cuando uno comienza a no reconocerse en los espejos?

¿Cuándo la imagen que reflejan los vidrios no corresponde a la que tenemos de nosotros?

¿Cuándo las cámaras nos asignan un cuerpo y una cara que no nos pertenecen?

¿Quién será esa persona a la que le atribuyen mi nombre?

-       ¿Desde cuándo empezó a sentir los síntomas?-, me pregunta el médico.

-       Desde hace una semana-, le explico. -Cuando fui a recibir unos fotos que me hice tomar para revalidar el pasaporte. La señorita me entregó unas fotografías de otra persona.

-       ¿Entonces?

-       Entonces yo le dije que esas no eran mis fotos y ella me alegó que esas sí eran. “Ese sí es usted, caballero”, me dijo, con un tonito jartón, como de burla. “Si quiere compruébelo usted mismo en el espejo”. Y me mostró un espejo que tienen al lado de la cabina fotográfica, el que utilizan los clientes para arreglarse el peinado y la corbata.

-       ¿Y?

-       Y entonces me miré al espejo y efectivamente ese no era. Mejor dicho: ese que aparecía en el espejo era el mismo personaje que salía en las fotos, pero no era yo. El espejo también estaba equivocado. Me imaginé que estaban jugándome una de esas bromas de cámara escondida. “La barraquera de chiste, señorita”, le dije yo, fingiendo risa. “Pero cómo le parece que tengo mucho afán: ¡NECESITO MIS FOTOS!”. “Voy a llamar a un supervisor”, dijo la niña.

-       Siga-, dijo el médico.

-       Pues llegó un supervisor y le expliqué el asunto. El hombre tenía una chaqueta de esas, como de karateka, pero era evidente que no estaba en el cuento de las artes marciales. La chaqueta era igual a las que se ponen todos los empleados de ese establecimiento, incluyendo las señoritas. Esa convicción me permitió usar con él un tono fuerte, con el cual nunca me hubiera atrevido a increpar a un karateka. “Tenga la gentileza de calmarse, caballero”, me dijo el falso samurai. Evidentemente estaba molesto. “Si existe alguna equivocación, inmediatamente la resolveremos”.

-       ¿Y qué hicieron? ¿Le resolvieron el problema?

-       ¡Nooo, qué va! El supervisor llamó a la señorita y ambos se fueron, por una puerta que hay detrás del mostrador, hacia la máquina de revelado. Allí le dijeron algo, como en secreto, al operario de la máquina, que se levantó de su puesto y caminó hacia una oficina, al fondo del local. Después apareció el gerente. Me dijo que estaban estudiando mi caso y me ofreció un tinto y un asiento. Yo rechacé con dignidad ambas ofertas. Al rato llegó la policía.

-       ¿La policía?

-       Sí, la policía. Dos policías. Los recibió el supervisor, el del disfraz de karateka, y los llevó directamente a la oficina del gerente. Al principio yo no pensé que la llegada de la policía tuviera que ver con mi caso, e inclusive se me pasó por la mente la idea de poner una denuncia formal contra el almacén si no me entregaban las fotos, que me habían hecho pagar por adelantado. Cuando el gerente salió de la oficina con los dos policías y caminaron hacia mí, me di cuenta de que sí era conmigo.

-       ¿Y?

-       Y nada. Uno de los policías, el que parecía de mayor rango, me preguntó que cuál era el problema. Yo le expliqué hasta el último detalle, pero como pensé que el asunto podía complicarse, le dije al gerente que estaba bien, que me devolvieran la plata y que yo me hacía tomar las fotos en otra parte. El gerente dijo que no iban a devolverme la plata, porque ellos habían ejecutado el trabajo y que, según él, no existía razón para que yo no recibiera las fotos. “¿Y yo qué voy a hacer con unas fotos de otra persona?”, le dije. “Si yo las necesito para mi pasaporte. MI PASAPORTE. Es como si llego a tramitar el documento con unas fotografías aquí del señor agente. No me las reciben. Yo necesito es las mías. ¿Cierto, señor agente?”.

-       ¿Qué dijo el policía?

-       Le dijo al gerente que, aunque yo no tuviera razón, me devolviera la plata; que por pinches seis mil pesos para qué se iba a armar a un problema. El gerente le hizo una señal al karateka que fue hasta la caja registradora y le pidió la plata a la cajera. La señorita miró al gerente, que le confirmó la orden con un gesto. Delante de los policías, me entregaron la plata: tres billetes nuevos de dos mil pesos. “¿Cómo así que aunque yo no tenga la razón? ¿Y todo el tiempo que he perdido, quién me lo paga? ¿Quién me lo devuelve?”, les pregunté a los policías, claro, sin esperar ni una solución ni una respuesta.

 -       ¿Y fue a otro sitio a tomarse las fotos?

-       Fui a otro sitio, me tomé las fotos, regresé una hora después, como decía el aviso, y otra vez la misma vaina. Me entregaron unas fotos que no eran.

-       ¿De quién eran?

-       Del mismo tipo de las otras fotos.

-       Antes de hacerse tomar las nuevas fotos ¿usted se miró en el espejo?

-       No: no me miré en el espejo. Como yo no uso corbata, simplemente me acomodé el cuello de la camisa de memoria. Después de recibir las fotos equivocadas sí, pedí un espejo, porque ya me comenzó a parecer rara la cosa.

-       ¿Y a quién vio en el espejo?

-       Al otro tipo.

-       ¿Y qué hizo?

-       Recibí las fotos y me fui para mi casa. Esta vez no reclamé, porque me sorprendió que dos veces, en un mismo día, en dos establecimientos diferentes, pudieran cometer exactamente el mismo error o intentar hacerme el mismo chiste. Yo no creo en conspiraciones. Al salir del almacén, por la puerta de vidrio, vi pasar al otro tipo, pero miré a mi alrededor, y ya no estaba. Tomé un taxi.

-       ¿Y qué pasó cuando llegó a su casa?

-       Le dije a mi mujer que me había hecho tomar las fotos para el pasaporte y le pasé el sobre con los cuatro retraticos, para ver si ella notaba alguna cosa rara.

-       ¿Y?

-       Me dijo que no le gustaban. Que parecía otra persona.

-       ¿Otra persona?

-       Yo respiré tranquilo y ya le iba a contar lo que me había pasado, cuando ella dijo que en esas fotos había salido con cara preocupada, con cara de cansancio, que yo siempre había tenido expresión apacible, que parecía otra persona.

-       ¿Y entonces?

-       Entonces subí a mi habitación, en donde mi mujer tiene una foto mía, sobre la mesa de noche. Allí estaba.

-       ¿Su foto?

-       No, la del otro tipo. Entonces fui al baño y el espejo, en lugar de reflejarme a mí, reflejaba al otro personaje. Allí fue cuando comencé de verdad a preocuparme, doctor, y decidí solicitar la cita para venir a visitarlo.

-       ¿Cómo es el otro tipo?

-       Grande, más bien gordo, de pelo y barba blanca, con gafas.

-       ¿Y usted cómo es?

-       ¿Cómo que cómo soy yo, doctor? Pues como me está viendo. No pregunte güevonadas.

-       Hágame el favor y no se ponga bravo. Yo lo estoy viendo a usted grande, gordo, de pelo canoso y barba blanca, y con gafas, pero usted mismo me acaba de decir que así no es usted, que ese es el otro. ¿Cómo es usted entonces?

-       Pues doctor, cómo le digo… Es que, para serle franco, me siento como ridículo contestándole esa pregunta… ¡Pues cómo voy a ser! Alto, flaco, de cara juvenil y pelo negro y abundante.

-       ¿Como el señor de estas fotos?

El médico alargó el brazo y me pasó un sobre blanco, de un laboratorio fotográfico, con cuatro fotos tamaño pasaporte. Lleno de expectación, abrí el sobre, y claro: ese era yo. Esas sí eran mis fotos.

-       ¿Usted por qué las tiene, doctor? ¿Cómo llegaron a sus manos?

-       No me lo va a creer-, me dijo el médico. – Esta mañana, a primera hora, cuando llegué al consultorio, había un hombre muy preocupado, en la sala de espera, que me contó un caso muy similar al suyo. Es el hombre que aparece en estas fotos.

-       Pero el de esas fotos soy yo-, le dije al médico.

-       Pues, efectivamente, corresponde con la descripción que usted me ha dado de usted mismo. En cambio, el que vino esta mañana, se autodescribía como un hombre grande, gordo, de pelo canoso y barba blanca, y con gafas. ¿En dónde me dijo usted que le tomaron las fotos?

Le di la dirección y el nombre del establecimiento.

-       ¿Y las segundas fotos?

Le di la otra dirección.

-       ¿Ambos establecimientos son de la misma cadena?

-       Sí doctor, claro, de la misma: de esta misma cadena-, le dije al médico, devolviéndole el sobre con mis fotos, o menor dicho, con las que le había dejado el otro hombre.

-       Me imaginé- contestó el médico sin señal alguna de sorpresa. – A mí no me había tocado verlo personalmente, pero sí me ha llegado alguna información por internet sobre el problema. Tengo que comunicarme con otros colegas…

-       ¿Y qué es lo que pasa?

-       Es un virus que anda- dijo el médico. –Un virus que ataca los computadores de los laboratorios fotográficos altamente sistematizados, se instala en las cámaras que están en las cabinas y se apodera de la personalidad de los clientes que van a hacerse tomar fotos. Aunque no de todos… Selecciona a sus víctimas de manera aleatoria. Usted estuvo de malas.

-       ¿Pero el otro tipo y yo nos hicimos tomar las fotos en la misma cabina?

-       No necesariamente en la misma cabina física, pero como todas las cabinas de esa empresa están interconectadas por red, es como si hubiera sido en la misma. La cámara se apoderó de la personalidad de mi otro paciente y se la asignó a su cara y a su cuerpo, y viceversa.

-       ¿Entonces no somos lo únicos?

-       Probablemente no, aunque todavía no tengo información sobre otros casos. Pero es cuestión de tiempo… Usted sabe con qué velocidad se expanden los virus. En lo que me llegó por internet, dicen que el virus también ataca otros equipos fotográficos computarizados, como por ejemplo los de los periódicos, lo cual puede armar un revuelto increíble ¿Se imagina?

-       ¿Seguro no sabe de otros casos?

-       Con certeza, no. Pero se rumora que ya mucha gente ha sido afectada, en especial entre los más fotografiados...

-       ¿Hay solución, doctor? ¿Un antivirus?

-       No tengo ni idea. Por ahora lo voy a poner en contacto con mi otro paciente, para que los dos se despreocupen. O por lo menos para que cada uno sepa quien anda metido en su cuerpo y usufructuando su cara.

-       ¿Y si los dos nos volvemos a hacer fotografiar en la misma cabina, podremos reversar el fenómeno?

-       Es mejor esperar hasta tener más información sobre el comportamiento del virus. Es posible que al volverse a fotografiar en la misma cabina, o en cualquiera de las cabinas en red, cada uno regrese a su empaque original, pero también es posible que se confundan con terceras personas, lo cual agravaría el problema. Mantengamos por ahora las cosas controladas, en un círculo cerrado.

La puerta del consultorio se abrió y entró la secretaria del médico con un sobre en la mano.

-       Doctor, qué pena interrumpirlo-, dijo la señorita. –Acaban de traerle las fotos del cocktail de anoche. Allá afuera está el fotógrafo para ver cuáles le compra. Le manda a preguntar que si las deja.

El médico abrió el sobre con recelo evidente, examinó las fotos, respiró aliviado y le dijo a la señorita: “Dígale que sí, que me las deje y que el viernes venga por la plata”.

Y volteándose hacia mi, dijo: “Alcancé a temer que se hubieran equivocado”.

Me pasó las fotos para que yo las mirara.

Quedé absorto, porque las fotos no eran de un cocktail, sino de una parada militar en la Escuela de Cadetes. Y el que aparecía en la foto no era mi médico, sino el señor Presidente.

Me levanté, le devolví el sobre con las fotos y sin más comentarios me retiré del consultorio.

Al salir a la sala de espera, oí a la secretaria, con el auricular en la oreja, preguntando intrigada:

“¿Al doctor? ¿De Palacio?”